Hoy Sevach se sorprende de que los periódicos asturianos se hacen eco de que un profesor de la Facultad de Medicina de la Universidad de Oviedo, aprobó a un solo alumno de 128 matriculados en un examen tipo test de la asignatura Biofísica, correspondiente a primero de carrera. El zafarrancho se montó. El Rector de la Universidad de Oviedo abrió investigación sobre el caso por considerar intolerables tales calificaciones teniendo en cuenta que a Medicina acceden los mejores expedientes del Bachillerato. El profesor argumenta el bajo nivel básico de los alumnos a lo que se une que apenas asiste una docena de alumnos a las clases.
Para Sevach se impone un análisis general. En primer lugar, las Universidades públicas son Administraciones que prestan el servicio educativo y como tal, han de hacerlo de forma eficaz. En segundo lugar, los alumnos acceden voluntariamente a una organización y han de asumir las reglas derivadas de su relación de sujeción especial. En tercer lugar, si existe una meta común a todas las Facultades o Centros universitarios consistente en garantizar que una misma titulación responda a idéntica capacitación, deben los alumnos acceder a dicho nivel de conocimientos y no a la inversa, esto es rebajar el nivel de conocimientos “a la carta” según el nivel que cada alumno considere adecuado.
La situación es caótica. Caricaturicemos el panorama. En la década de los 70 los escasos alumnos que asistían a las Universidades acudían a las clases y atendían. En la década de los 80 los alumnos asistían a clases masificadas y atendían o no, en función de la autoridad del profesor o interés de la asignatura. En la década de los 90 los alumnos asistían a las clases pero mayoritariamente no atendían. Y en la década en curso abierta el año 2000, los alumnos ni asisten ni atienden. El mismo Sevach con ocasión de su condición de profesor visitante para impartir la asignatura de Derecho Internacional Público en tercero de diplomatura constató tres anécdotas alarmantes, y rigurosamente ciertas:
- A) El primer día de clase ya asistían solamente la mitad de los alumnos matriculados (o sea, ni siquiera la curiosidad les lleva a asistir a las clases o conocer al profesor);
B) La respuesta intuitiva de la idea de lo que era un “tratado” internacional por parte del alumno mas participativo fue sugerir que consistía en un “libro amplio sobre los países”;
C) La única pregunta planteada al profesor tras la lección inaugural fue: ¿ Se puede aprobar sin hacer examen, mediante un trabajito, como es costumbre?.
En el contexto, a Sevach le resultan llamativas las siguientes paradojas
- A) Primera paradoja. Que las Universidades públicas presenciales (salvando del análisis obviamente a las Universidades a distancia como la UNED o la Oberta de Catalunya), no contemplan en sus Estatutos el deber o la obligación de asistir a las clases. Al contrario, tal reivindicación profesoral no sale de la comidilla de pasillos del profesorado para evitar la crucifixión pública y denuncias de asociaciones estudiantiles.
B) Segunda paradoja. Que los alumnos que no asisten a clases, ni por tanto a las explicaciones, tengan la osadía de cuestionar el suspenso. Es verdad que existen cerebros autodidactas y que pueden alcanzar tal resultado de aprobado sin acudir a las clases, pero esas mentes preclaras nunca se quejan porque no suspenden.
C) Tercera paradoja. Que el promedio de aprobados en la selectividad, o umbral de rendimiento para acceder a la Universidad es del 92%, lo que resulta incongruente con el descalabro en la Universidad. Es algo así como si la mitad de los que obtienen el permiso de conducir tuvieren un accidente el primer año y cada año sucesivo se fueren accidentando los restantes.
D) Cuarta paradoja. Que las Universidades públicas son relajadas en los controles de asistencia a las enseñanzas oficiales y en cambio cuando se trata de titulaciones de postgrado supeditan la certificación a un mínimo de asistencia.
E) Quinta paradoja. Que la inmensa mayoría de las Universidades públicas eluden fijar como obligación la asistencia a las clases, y la inmensa mayoría de las Universidades privadas fijan como obligación la asistencia a determinados porcentajes de clases teóricas y prácticas, bajo la sanción de la suspensión de ciertos derechos como alumnos.
La Universidad pública es rehén de los colectivos y asociaciones de alumnos (incluso de la “masa silenciosa” estudiantil), los cuales curiosamente parecen inspirarse en el viejo principio soviético (Vosotros hacéis que nos pagáis y nosotros hacemos que trabajamos) para justificar su actitud (Que los profesores hagan como que asisten a impartir las clases, y nosotros haremos como que vamos o como que nos interesa).
Quizás se olvida la perspectiva jurídico-administrativa. Veamos, el viejo Decreto de 8 de Septiembre de 1954 de Disciplina Académica está vigente según el Tribunal Supremo de forma parcial, y el mismo consideraba falta disciplinaria la falta de asistencia a clase “cuando tenga carácter colectivo” (lo cual en la práctica plantearía el problema de expedientes masificados). Mas recientemente, el Tribunal Supremo rechazó el “derecho de huelga” de los estudiantes argumentando que no son “trabajadores” y que carece de sentido.
Y ahí se acaban las obligaciones estudiantiles en cuanto a la asistencia a las clases, ya que las tres últimas leyes universitarias, la Ley de Reforma Universitaria de 1983, la Ley de Universidades de 2001 y la modificación operada por la Ley de Universidades de 2007, pasan de puntillas sobre las obligaciones de los estudiantes, eludiendo estratégicamente la cuestión y dejando en manos de los Estatutos de cada Universidad la materia, con lo que dado el protagonismo estudiantil en su elaboración, no hacía falta una bola de cristal para pronosticar el pacto de silencio estatutario sobre la obligación de los alumnos de asistir a clase.
La última reforma legal (2007) alude a un futuro Estatuto del Estudiante a aprobar dentro del año siguiente, el cual por su rango reglamentario y dadas las competencias autonómicas, así como la intervención estudiantil en su confección, permiten augurar un “cascarón vacío”, o sea que virtualmente sonará mucho pero realmente hueco.
En cuanto al fondo del problema, varias explicaciones se ofrecen. Quizás la “apatía asistencial” del estudiante se deba al movimiento pendular de la especie humana, que tras sufrir la obligatoriedad de asistencia a la escolaridad no universitaria, cuando acceden al nivel universitario hacen uso de la libertad de signo contrario (algo así como cuando siendo infante se asiste periódicamente a misa, y bajo la libertad de la adolescencia se opta de forma natural por la asistencia episódica).
O quizás los alumnos creen que la “imagen” de una clase vacía vale más que las “mil palabras” que pueda verter un profesor. Sin embargo, Sevach opina que un alumno necesita asistir a las clases para escuchar, rebatir, preguntar, comprender y aquilatar, bajo el calor de la voz autorizada. Todo está en los libros, pero son mudos y sin relieve (como dice el refrán mejicano: “Se aprende más brisqueando que un solitario jugando”). La asistencia a las clases del alumno son lo que las “horas de vuelo” para los pilotos de un avión.
Tampoco se trata de santificar la asistencia a clase pues basta recordar que Isaac Newton cuando estudiaba ciencias en el Trinity College de Cambridge, se vio obligado a volver a su pueblo de Lincolnshire por el cierre de la Universidad a causa de la peste, y ese distanciamiento de la Universidad, limitado a pensar, dio el fruto de sus revolucionarias teorías sobre las matemáticas, la óptica, la astronomía y la gravedad. Sin embargo, eso ha de considerarse la excepción (ya que a los 26 años fue nombrado Catedrático de dicha Universidad) y debemos fijarnos en la regla general sobre la utilidad de las clases directas del profesorado. Y ello admitiendo que no pocas veces, es el “párroco universitario” quien desanima a los fieles si sus “sermones” son aburridos y poco enriquecedores, pero incluso de eso se aprende.
Ciertamente, un estudiante con talento y constancia en los estudios puede aprobar sin necesidad de asistir a las clases, pero mejor será tomar el atajo formativo de la mano de un profesor que vaya exponiendo las ideas y reflexiones sobre la materia con el fin de propiciar que el alumno comprenda la materia con facilidad, orden y método, con discusión y con disciplina. Dos factores colaterales contribuyen a lo beatífico de la asistencia a clase.
De un lado, que existe una simbiosis educativa entre profesor y alumno: si éste asiste a clase aquél se emplea mas a fondo y por el contrario la deserción del alumnado siembra el desencanto y desánimo expositivo.
De otro lado, que quien asiste a clase con regularidad cosecha un hábito de disciplina y fortaleza que le será muy útil en la madurez donde, por desgracia, el trabajo y la vida social están repletos de momentos de tedio, asistencia a reuniones, cumplimientos de horarios y sumisión a sermones de todo pelaje.
Sin embargo, lo cierto es que el descenso demográfico de los alumnos es alarmante, y si hay menos alumnos y los pocos que hay no asisten a clases pues el silencio sonoro de las aulas retumbará en los oídos de la Administración educativa para alertarle de que “algo huele mal en las aulas”. Decía Thomas Carlyle que a la “Universidad la mató el libro” (hizo prescindibles las clases magistrales), y Sevach añade que “la remató la fotocopiadora” (garantizó el acceso barato e indiscriminado al contenido de la clases y los apuntes), pero podría decirse que “la enterró internet” pues hoy día todo está en la red, accesible y asequible: apuntes, libros, la dirección electrónica del profesor… (incluso una dirección electrónica de gran éxito estudiantil: el rincón del vago), aunque siguiendo el símil, posiblemente la resurrección de la clase magistral venga de la mano de la “videoconferencia” (ver el final de este vídeo).
Quizás la Universidad “virtual” esté próxima por la existencia de alumnos igualmente “virtuales” que no “virtuosos” (en el sentido de responsabilidad y disciplina, no religioso). El problema brotará en su crudeza con la adecuación de los planes de estudios al sistema de créditos europeo, ya que la asistencia a clases tiene especial e inexcusable relevancia, salvo que se juegue a explotar las inercias del sistema universitario actual, lastrado por una visión acomodaticia de los deberes del alumno, quien parece gozar del derecho de no asistir a clase, del derecho a que se le suministren los apuntes “oficiales” (desnaturalizando la propia idea personal de los “apuntes”) y del derecho a ser adulto “en todo lo que resulte favorable” (al estilo del nasciturus del Código Civil). Por eso, considera Sevach que de seguir esta tendencia, un visitante de otro planeta, poco familiarizado con el sistema universitario español, consideraría que nuestros flamantes Campus son como las pirámides egipcias, vacías y laberínticas donde reposan valiosos tesoros pero sin vida interior, llamados a servir de reposo de momias, legajos y tradición…